Fui por un café con mi yo de 15 años.
Ella lleva el pelo muy largo y ondulado, con cierto descontrol que, de alguna forma, le termina quedando. El mío es más corto, más estructurado, como si el tiempo lo hubiera domado.
Veo sus skinny jeans. Los míos son holgados; he aprendido a darle espacio a la comodidad.
En su rostro descubro la versión más joven de mí misma: las cejas más delgadas, los cachetes redondos de una niña que todavía cree que el mundo es pequeño. Pero la mirada… la mirada es la misma.
No suelta su Blackberry, el negro que nos regaló papá. Es su conexión al mundo, a sus amigos, a la historia que aún no ha escrito.
Me dice que quiere una galleta de Nutella; yo pido un americano.
Hace una mueca cuando ve llegar mi café negro.
Me cuenta que nuestros padres le han ofrecido estudiar fuera. Le sonrío y le aseguro que va a amar Francia.
No le teme a lo desconocido. Eso me alivia. Le digo que nunca debería temerlo.
Me habla de Twilight con emoción en la voz; yo le hablo de ACOTAR con una pasión distinta.
Me pregunta por nuestros abuelos. Le susurro que no todos siguen aquí.
Me pregunta por el amor. Me río, miro hacia otro lado y solo le digo: “Prepárate.”
Me pregunta si seguimos bailando. Le explico que ahora somos Miss Cecy en el salón de baile.
Me pregunta por sus amigas. Le digo que aún no ha conocido a muchas de ellas, pero que las más importantes de la infancia siguen aquí, firmes como raíces.
Habla con ligereza, con risas que esconden temores que aún no ha descubierto.
Le digo que sí, que la siguen conociendo como “chistosa.”
Me pregunta por el mundo, y le aclaro que lo irá recorriendo poco a poco, que aún tiene tiempo.
Termina su galleta, suspira y me pregunta, casi en un murmullo, si algún día dejaremos de sentirnos diferentes a los demás.
Le sonrío con ternura.
“Con los años” —le digo— “te irás encontrando a ti misma.”
- Cecilia (la de 30 años)